Por Flavio Zalazar
Las efemérides conmueven, somos animales de
coyunturas. Los acontecimientos determinantes, con el paso de los años,
remueven en la rutina. Trillar sobre lo sembrado es para pocos hombres que
atreven en convertir su prédica en obstinación, son los menos, los denominamos
imprescindibles. Al resto le cabe la labor de hurgar, inmiscuirse en
territorios olvidados: ¿Será esa la labor del periodismo? Oportuna la pregunta, aunque suene ramplona.
Vivimos el recuerdo de los más de cien años de la Revolución Rusa (expresar
“Rusa” o mejor “rusa” como gentilicio, o el uso nominal de “Rusia” al país, fue
por muchos años un fenómeno de vaciamiento ideológico a lo sucedido, de parte
del capitalismo y su propaganda; ciñe Revolución Soviética); muchas
referencias, todas ellas explicativas con ejemplares estudios y opiniones
fundadas; pero poco se dirá, a riesgo de necedad, sobre un conflicto que pasó a
ser determinante- Acorazado de Potemkin
mediante- en el esclarecimiento de vastos sectores populares: la Guerra
ruso-japonesa; trance donde la institución Ejército mordió el polvo y la
dirigencia monárquica masculló impotencia, en ambos casos del país europeo.
El Capitalismo como razón concentrada
Durante la totalidad del siglo XX, los europeos y los norteamericanos, denominaron a la zona de China y Japón “el Lejano Oriente”, de acuerdo con la costumbre de nombrar y concebir al mundo entero como organizado alrededor de un “Centro Civilizado”, sus propios países, principalmente las potencias más fuertes. A principios de ese siglo Inglaterra, Francia, Alemania y los Estados Unidos rivalizaban a escala mundial por repartirse el mismo y generaban a su vez la entrada de las potencias menores como Rusia, Italia u Holanda a la disputa por el reparto del globo. Las congregaba la fuerza expansiva del capitalismo monopolista y sus hegemonías eran explicadas bajo consideraciones espiritualistas y racistas a la vez.
Japón por ese tiempo, en el Pacífico asiático, ya estaba demostrando que la expansión acaparadora e imperialista, así como la industrialización no eran patrimonio de las “intransferibles cualidades raciales” sino del desarrollo histórico y la supremacía beligerante en la región por años. Gracias a la Revolución de los Meiji, el Estado nipón dio a lugar a un proceso de modernización que transformó la propiedad feudal de la época de los Tokugawa en la propiedad privada capitalista que se evidenció en el surgimiento de un mercado interno, la formación de un estado nacional y un ejército. Al interferir Rusia, una potencia europea menor –pero blanca, feudal y cristiana- en órbita ajena y bloqueando el proceso de expansión, pagó el costo. Y con creces para su clase gobernante.
La confrontación
Los escenarios terrestres fueron en su
mayoría en la península de Corea y la lucha marítima en las aguas del Mar del
Japón, el Mar Amarillo y la Bahía de Corea, inmersa en el Golfo de Liao-Tung; el motivo formal de la disputa entre otros, la
extensión del ferrocarril denominado Transiberiano y las riquezas minerales del
territorio. El total de combatientes movilizados ascendió a los 2.000.000 de
soldados, contando como pérdidas en el curso de la guerra más de 500.000 combatientes.
Un verdadero “paseo” dan cuentan las crónicas americanas de las tropas del Mariscal Oyama por sobre el “niño dilecto” de la ociosa corte zarista el General Kuropatkin. En el aparato burocrático y atrasado que caracterizó al régimen zarista no podía contrarrestar el creciente poderío de la armada nipona. La situación fue de tal magnitud que la Corte rusa creó un personaje, el general Kirik, para ocultar los continuos desastre militares.
La derrota rusa minó los efectos de un plan de desarrollo económico impulsado por el conde Witte- él mismo tuvo que parlamentar la rendición- y dio lugar al comienzo del fin; influyendo en los acontecimientos que “estremecieron el mundo”, doce años después. Por otra parte, la victoria de Japón tuvo una indudable repercusión psicológica. Los pueblos asiáticos, luego aprenderían que el imperialismo japonés era tan rapaz y opresor como cualquier otro. Pero esa victoria en su momento, contribuyó a afirmar que el “nipón” podía combatir contra el europeo con sus propias armas. Y para el ruso la plasmación del grado psicótico de su casta monárquica: los mandaron “al muere” estimaría Borges, montando solo el alazán de la soberbia.
Por el otro, el 27 de junio los marineros del Acorazado Potemkim, hartos de las condiciones de insalubridad, el extenuante trabajo y la jerarquía social al interior de la flota del Mar Negro, se declararon el huelga. El motín fue bien recibido por amplios sectores de la población que comenzó a simpatizar con los amotinados. La revuelta fue reprimida por el Zar a sangre y fuego lo cual solo agudizó las tensiones en las masas laboriosas.
Consideraciones inevitables.
La guerra ruso-japonesa costó la vida de millares de combatientes, tomó como objetos pasivos a las poblaciones chinas y coreanas, pero también parió una emergencia social. El acto se tradujo luego en repuesta política con la creación de los colectivos de conducción (soviet) de una clase obrera que, si bien, ocupaba una posición minoritaria en relación al campesinado ruso, se había consolidado en las últimas décadas. Con el tiempo, los soviets se convirtieron en un arma sin igual de los humildes.
Esos marineros que en las bodegas del acorazado montado por Serguei Eisenstein clamaron en contra de una lucha que no era de ellos-una verdadera toma de conciencia- supieron, en la vida, construir una vanguardia henchida de obreros y campesinos, el Partido Bolchevique, sostenido en la idea del político más innovador de aquellos tiempos: Lenin. Y que los eunucos bufen.
Comentarios
Publicar un comentario